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martes, 12 de junio de 2012

viernes, 25 de mayo de 2012

TE ECHO DE MÁS


    

      Me abruma la maraña se sentimientos que se apodera de mí. Limpio por inercia, como si con cada movimiento de mi brazo el nudo de mi cabeza se deshiciera suavemente. No puedo pensar con claridad. Siento que cada idea, cada paso en falso, van a luchar en mi contra. ¡Creo que entendéis lo que quiero decir! Llegas a una edad en la que las cosas dejan de parecer insustanciales, lo que antes era un juego se convierte en algo trascendental. Saboreas los sentimientos, los vives, los sufres, los disfrutas, los detestas. No somos capaces de soñar y de dejarnos llevar. Todo se convierte en una mera transacción. No nos arriesgamos a vivir nada si no estamos seguros de recibir algo a cambio. Se nos olvida la sensación del riesgo, de apostar todo a nada. Vendería mi alma al diablo por actuar como hace quince años. Sin preocupaciones, disfrutando de la vida. Y mi teléfono sigue sonando. Y mi mano limpia más rápido. Y mis nervios carcomen mi estómago. Y la niña que vive en mí me impulsa a cogerlo. Pero el disfraz que los años me han puesto frena mis tentaciones. ¿Quién me ha secuestrado? ¿Quién me ha robado todo cuanto fui para convertirme en ésto? El tiempo se está riendo en mi cara y me ha hecho su prisionera. Y lo peor es que tengo el Síndrome de Estocolmo. Siempre eché de más ser una quinceañera y ahora lo echo de menos.

jueves, 10 de mayo de 2012

Estrellas y estrellados


     La maldita linterna no aparece y si sigo haciendo más ruido todos se enterarán. ¡Es lo único que necesito!. Saco el cajón de la mesita y lo vuelco encima de la cama. Por Dios, está todo el verano ahí metido. Hay hasta arenilla del río. Por fin, detrás de un muñeco de no se qué tómbola aparece. La cojo y salgo corriendo. Hemos quedado en La Plaza a las diez y media en punto. Cuando llego hay sólo cuatro personas sentadas en la acera. Son Iván, Toni, María y Natalia. El resto tienen que estar al caer. A lo lejos se empiezan a oír carcajadas así es que nos levantamos de un salto. Cada uno tiene su linterna. Estamos un poco nerviosos porque es algo que no hemos hecho nunca pero bueno, es verano y hay que disfrutar. Nos ponemos a andar hacia las bodegas. Cuando dejamos la última a nuestras espaldas comienza lo duro. Subir al Teso es algo que hacíamos a menudo pero de noche era la primera vez. Nuestros pasos eran torpes. No éramos capaces de ver donde poníamos los pies. Si llegábamos arriba sanos y salvos sería un milagro. Además íbamos contra reloj. El tiempo pasaba y la hora se acercaba. A mitad de camino nos tomamos un descanso. Las vistas eran impresionantes. Parecía que el cielo estaba a nuestros pies, con todas esas pequeñas lucecillas encendidas. La calma era absoluta. Los grillos ponían la banda sonora a nuestra noche. Tras unos minutos y con el aliento recuperado comenzamos la caminata. Zuri y Sonia se habían quedado las últimas y las oíamos correr hacia nosotros. No paraban de gritar y yo no me enteraba de nada. Poco a poco nos dimos cuenta de lo qué querían decir. Habían oído algo extraño. Creían que no estábamos solos. Nos quedamos un segundo en silencio y nos empezamos a reír a carcajadas de ellas. Seguimos como si nada hubiera pasado. Pero la verdad sea dicha, no me gustaba nada la cara de miedo que tenían. Pero para poco que quedaba no nos íbamos a dar la vuelta. En cinco minutos estábamos en La Peña de El Teso. Tomamos asiento y nos preparamos para el espectáculo. Empezaba a las doce de la noche, así es que quedaba muy poco. Y, de pronto, un gran ¡ah! inundó cada recoveco. La primera estrella fugaz acababa de llegar. Nos tumbamos como pudimos y esperamos el espectáculo. Una, dos, tres, cuatro… no sabíamos dónde mirar. Cuando parecía que todo había pasado llegó la sorpresa final. Una gran estrella del tamaño de un balón cruzó el cielo de Este a Oeste. Iluminó todo el horizonte. Parecía que era de día. No éramos capaces de cerrar la boca. Sabíamos que no nos iba a creer nadie. Pero lo vimos y eso sí que era verdad. 

     Cuando pensábamos que la noche había dado cerrojazo, nos volvimos a equivocar. Un fuerte ruido salió de las encinas. A empujones nos pusimos en pie y enfocamos con las linternas pero no éramos capaces de ver nada en absoluto. Las piernas me empezaron a temblar. Tenía el corazón en la garganta y no era capaz de articular palabra. Ya empezábamos a imaginarnos cosas extrañas. Pero yo no me iba a quedar allí para comprobar lo que era y creo que los demás tampoco estaban por la labor. De pronto, una sombra cruzó de un arbusto a otro y pude ver unas zapatillas blancas. Era el momento de correr. Pusimos pies en polvorosa. Imaginaros a quince chavales corriendo montaña abajo a la una de la madrugada y gritando como locos. Era una imagen surrealista. Cuando llegamos a la primera farola empezamos a hablar todos a la vez. Nadie sabía qué había pasado allí y mucho menos quién era nuestro acompañante. Pero creedme cuando os digo que esta experiencia iba a dar para muchas conversaciones a lo largo de los años.

viernes, 2 de marzo de 2012

Un instante




     Mi pelo reposa sobre la hierba húmeda de la primavera. Bajo él, mis manos entrelazadas hacen de almohada para mi cabeza. Mis párpados cerrados acentúan la sensación de tranquilidad y relajación. Mi nariz trabaja incesantemente mientras el dulce olor de los árboles se cuela por ella. Mis oídos captan cada sabroso sonido como si fuese el último. Intento distinguir de dónde vienen. Forman una perfecta sinfonía. Mis labios relajados dejan entrever mis dientes. Todo mi cuerpo deja de pertenecerme.

     La brisa mece cada hoja de cada árbol. Cada minúscula hierba baila al compás que le marca. Como en un vals los mosquitos vuelan hacia el brillante cielo azul. A lo lejos, las cigüeñas crotoran alegrando el valle. A un tiempo, las campanas de la pequeña Iglesia comienzan a tañer recorriendo cada calle, cada recoveco, cada casa… El murmullo de los fieles interrumpe súbitamente la calma. Ya no puedo escuchar el rubor del río. Ya no huelo la magia. Ya desapareció la paz. Ya tendré que esperar a mañana…

jueves, 23 de febrero de 2012

DONDE HABITA MI CORAZÓN



El Puente Grande, Morales de Rey 1.995



      Olisqueo incesantemente el aroma del tomillo entremezclado con el de la jara. Me relaja pensar que por mucho que cambie el mundo esta sensación la tendré siempre junto a mí. Cierro los ojos y recuerdo momentos de mi niñez correteando con mis amigos por los peñascos del Teso. Ahora todo reposa en el más absoluto de los silencios. Los chavales estarán en sus casas con el dichoso ordenador o jugando en el bar a las máquinas. ¿Es posible que en sólo diez años todo cambie tanto?



      Abro los ojos y una amalgama de colores palpitantes se agolpan en mi retina. Es complicado prestar atención a una única cosa. En el horizonte, entre los pinos y las encinas está la Sierra de Carpurias. Serena y majestuosa se enorgullece de los tesoros que alberga. El Castro Romano es uno de los más visitados de toda la comarca. Justo al otro lado se ve una chopera enorme y junto a ella el río Eria corre incesante bordeando Santa María hasta encontrarse con mi pueblo, Morales. A mis pies se extienden todas sus casitas y huertas. Las personas parecen hormiguitas caminando de un lado a otro. En la plaza distingo pequeños corrillos que, aunque desde aquí no puedo ver ni sus caras, sé de buena tinta que le estarán haciendo un traje a medida a más de uno. Hoy es domingo, y eso se nota en las calles. La misa ha terminado hará una hora y las calles respiran alegría y bullicio. Normalmente ahora en el verano nos reencontramos todos los “forasteros” con los que viven aquí todo el año. Es un momento que espero durante muchos meses. Pero mi abuela ha ido a la Iglesia y a mí no me hacía mucha ilusión que digamos. Así es que me he puesto mi chándal y mis zapatillas y he subido a la montaña para hacer ganas de comer. Es un paseo interesante. No sólo por los mosquitos que te comen viva o por los espinos que te taladran la piel, sino por las bodegas excavadas en las paredes de roca. Son dignas de ver. Pero como pasa con todas las cosas cuando te acostumbras a ver una rareza te acaba pareciendo insignificante. Por eso aprovecho los primeros días para dar una vuelta por todos los recovecos. Pero con calma, que después de estar un año entero entre atascos, polución, marabuntas de gente atropellándote sin piedad, las largas esperas en las paradas del metro…. una necesita un período de adaptación para enfrentarse al paraíso. Creo que un adicto a la ciudad jamás sería capaz de apreciar ésto. Es triste pero a veces pienso que es nuestro mejor antídoto para no ser invadidos y destruidos. Y, a lo tonto, ya son las dos. Es la hora oficial de la comida en casa de la Señora Amancia. Vamos, que voy a llegar tarde. Ponle veinte minutos de bajada rápida y ya tenemos la primera bronca de las vacaciones. Me ha cocinado pollo de corral y, según mi abuela, tiene que ser comido en su punto justo. Vamos, ese punto que tiene justo a las catorce horas. A la par que me voy torciendo los tobillos con los malditos pedruscos me voy temiendo lo peor. Como si a un Real Decreto se debiera, aquí todo el mundo se va a casa a la misma hora. Me toparé con todos los vecinos que hace mucho que no me ven y se puede hacer eterno. Así que cuando entro en la primera calle cojo un atajo. Es una reguera que hay entre varias casas que une el Barrio de Arriba con el de Abajo para desaguar en los días de tormenta. Me cercioro de que no haya moros en la costa y me cuelo en la calleja, por llamarlo de alguna forma. Cuando era pequeña la recorría a diario con una pequeña jarra de cristal hasta la bodega para coger vino fresco para la comida. Ha cambiado mucho desde entonces, hay muchas piedras que dificultan el paso pero no me queda otra. Pronto estoy en el Barrio de Abajo. Corro hasta el molino y me meto entre las huertas y en un suspiro estoy en casita. Entro corriendo y allí está mi abuela sentada en el escaño del colgadizo. Tiene cara de pocos amigos. Sin decirme ni esta boca es mía se levanta y va a la cocina. Ya había puesto todo sobre la camilla. Y la verdad, es que el pollo ya no ahumaba. Bueno, en cualquier momento me caería una buena. Pero como ya me conozco todas las jugadas me adelanté.

- He estado en el Teso y pasé por la bodega nuestra y por el atajo del Barrio Arriba – Me sorprende que sólo llevo unas horas aquí y ya tengo el acento pegado ¡pero bien pegado!

- ¿Y el pollo tiene la culpa de que tu tuvieras ganas de pasear? Que esto no es Madrid. No hay atascos.- Vale, esa no la veía venir. Esta mujer no cambiará nunca.



      La comida estaba buenísima. No me entraba nada más, ni siquiera podía beber agua. Me levanté y fui a la fregadera a lavarme las manos. Las tenía pegajosas, señal de buen pollo, o eso dicen. Me puse los guantes y ¡a recoger toca! Mi abuela se fue a dormir la siesta. Yo acabé con la cocina hasta que todo quedó lo suficientemente reluciente como para poder irme. Entré en mi habitación y me puse el bañador.

- ¿Piensas ir andando al río? – Al oír eso me dejé caer sobre la cama.

Salí al corral y subí las empinadas escaleras de madera hasta la panera. Entré, pero todo estaba tan oscuro que no veía ni por dónde andaba. Encendí la luz y ahí estaban todos los trastos de una vida entera. Y, entre ellos, mi bicicleta. Estaba llena de porquería. La bajé como puede y la llevé cerca de la pila para darle un repaso. Le hinché las ruedas y le engrasé la cadena. ¡Ya estaba lista! Abrí el portón y salí con mi mochila al hombro hacia La Plaza. Allí estaban todos esperándome con caras de pocos amigos.

- ¡Chicos no me di cuenta que tenía la bici en la panera!

     Como si no hubieran oído nada comenzaron a dar pedal. El sol pegaba con todas sus fuerzas en nuestra cabeza así que el paseo se convirtió en un castigo. Después de tres largos kilómetros llegamos al río de Vecilla. Estaba lleno de gente y casi no teníamos sitio ni para dejar las bicis. Nos hicimos un hueco como pudimos e instalamos el campamento base. Extendimos las toallas y sacamos las cartas para echar unas partidillas. Hace años hubiéramos dejado todo tirado en el suelo y hubiéramos corrido hacia el agua, pero la edad lo cambia todo. Tras perder unas diez veces seguidas me tumbé observando cómo jugueteaba el viento con las hojas de los chopos. Siempre me ha encantado ese sonido. Es muy relajante. Por un momento me dio la sensación de no tener a nadie a mí alrededor. Hasta que alguien escurrió su pelo sobre mi cuerpo y me hizo volver a la realidad. Creo que me meteré en el río. Lo mejor es hacerlo muy rápido para no notar el frío. El agua está corriendo todo el año y jamás se calienta. Y, prueba de ello, son mis dientes castañeando. Nadé un rato y salí a secarme. Después de unas largas charlas y de horas cotilleando, el sol se empezó a ocultar tras las montañas. La suave brisa veraniega se convirtió en un vientecillo del norte bastante frío. Recogimos las toallas, las chancletas, las cartas, los balones… y nos subimos a las bicis ¡Me encantaba el camino de vuelta! La puesta de sol tras Carpurias es preciosa. A lo lejos, se puede ver como nuestro pueblo se va quedando lentamente en penumbra. Las golondrinas empiezan a sobrevolar nuestras cabezas y los grillos acompañan nuestra conversación. Al fondo ya vemos el cartel de nuestro pueblo, Morales del Rey. Tenemos que cenar rápidamente y cambiarnos porque por la noche hay verbena. Son las fiestas de San Pelayo, el patrón de nuestro pueblo. Y es que aquí no hay tiempo para el despiste. Constantemente tienes que estar lista para lo que venga. ¿Conocéis unas vacaciones mejores que las nuestras?    

miércoles, 22 de febrero de 2012

DE VERANO



      Parece que nunca vamos a llegar. Odio estos viajes. Todo el año estás esperando este día y, cuando por fin llega, te pasas horas y horas en el coche. Encima voy empotrada entre todas estas maletas. Y súmale la mala leche de mi padre porque el Peugeot 205 no sube el Puerto de Los Leones. Que si siempre vamos con el coche a reventar, que si vamos a tener que bajar a empujar, que si no tenemos aire acondicionado y nos achicharramos, que si cuando adelantamos a los camiones nos mueven como si fuéramos de juguete, que si patatín y que si patatán… ¡Tenía que ir en el asiento de atrás con un pie encima del neceser, el otro entre las toallas de la piscina y el brazo encajado entre la maleta acartonada de las películas de Paco Martínez Soria y el macuto floreado de la movida madrileña! ¡Vamos a ver quien habla de incomodidades! Pero a mí no me importa mucho la verdad sea dicha. Tengo unos nervios en el estómago que no me dejan ni respirar. Hace un año que no veo ni a mis amigos ni a mi abuela. Y el momento se acerca cada vez más.



      De repente veo a mi madre que da un respingo y estira el brazo. ¡ja, como si eso me importara! Me levanté un poco intentando mover el brazo pero el maldito neceser me aplastó el dedo meñique del pie. Mi madre me miró sonriendo y empezó a gritar:

- ¡He ganado, he ganado! – sí bueno, como si eso fuera una gran hazaña. Pues claro que había ganado y que esperaba…

- ¡Sí mamá has llegado antes a Zamora! ¡Pero tú vuelves mañana y yo me quedo tres meses!

- ¡Tú tan maja como siempre!

- ¡Si fueras como una sardina enlatada verías que bien te lo ibas a pasar!



      Ya veis que soy una chica bastante gruñona, aunque yo no diría tanto. Hay quienes dicen que soy más borde que otra cosa. A lo que yo les respondo que si me definen como tal, que me expliquen con exactitud el significado de la palabra borde. Es que la gente habla sin saber. Bueno, a lo que iba, tengo dieciséis años y acabo de terminar cuarto de la ESO. Sí, ya me han hecho la bromita de ¿y que es ESO?. ¡Como si le hiciese gracia a alguien! He sacado unas notas buenísimas y no porque lo diga yo, no, porque siete sobresalientes y un suficiente lo acreditan. ¡Odio al de gimnasia! Perdón, que ahora es Educación Física. Tal vez me pusiera esa nota por llamarla gimnasia. ¡No me lo había planteado nunca de esa manera! El año que viene empiezo Bachillerato y me hace muchísima ilusión. Me han hecho uno de esos test de cuatro eternas horas que solo valen para perder unas cuantas clases y hacer un poco el tonto. Mi resultado ha sido que como me gusta tanto leer que haga letras. ¡Y tanto para eso! ¿Y si me hubiera gustado robar me tendría que haber hecho discípulo de Mario Conde? Pero yo voy a hacer el de Ciencias Sociales. Y luego ya veremos.



      Ya veo el letrero de mi pueblo en la autovía.

- ¡Papá vete más rápido!

- ¡Cállate un poco y no seas pesada! Además voy a dar un rodeo para ver como están las tierras este año.

- ¡Pero que más nos dan a nosotros las tierras si vivimos en Madrid!

- ¡Cállate un poco! – me dijo sonriendo

     ¡Vaya mierda!, ahora teníamos que hacer unos diez kilómetro más para ver si este año habían sembrado maíz, patatas o lo que sea. Habréis visto que las buenas palabras las dejo para momentos puntuales. Uno de mis profesores decía siempre que la persona inteligente es la que sabe sacar el registro adecuado en el momento adecuado. Y creo que este es un buen momento para decir que el rodeo era una mierda.



- ¿Podéis poner la radio? Quiero escuchar música

- ¡Pero si ya estamos llegando! – Me decía mi madre mientras recogía las cosas que había por el coche.

- ¡Por fi!



     Mi padre estiró el brazo y giró la ruleta del aparato. Sé que sólo lo hizo para que me callara pero me daba igual. Me gusta escuchar música cuando estamos llegando al pueblo, así cuando vuelva a Madrid y escuche la misma canción recordaré este momento. Pero estaban dando los deportes, que si el Barcelona había ganado la liga, que si mil novecientos noventa y nueve estaba siendo un gran año para ellos, bla, bla, bla…. Chorraditas varias. Y, de pronto, anuncian el éxito del verano, Salomé. Al mismo tiempo entramos en Morales. Está todo precioso, tal y como lo recordaba. Bajé la ventanilla para respirar su aire. Era una mezcla de aroma a chopo entremezclado con tomillo y menta. La montaña era una explosión de colores palpitantes. Los rosales adornaban las calles acompañados por los enormes prunos. Las abuelillas paseaban por las aceras con sus enormes mandiles en rebujados en la tripa a modo de bolso. ¡A saber lo que llevaban allí metido! Siempre me lo he preguntado. De pronto oí gritos y risas. ¿Serán mis amigos?



- Ni lo sueñes – dijo mi padre sin inmutarse – tienes que deshacer las maletas. ¡No pensarás dejarle todo este lío a tu abuela en la habitación! ¡Además tienes la bici en la panera y estará como para que des un paseo! Saldrás esta noche al fresco si se tercia.

- ¿Y que tiene que pasar para que se tercie?

- Lo primero no marear mucho y luego ya veremos.



     Eso es típico en los padres. Te dicen que ya decidirán más adelante y así se quitan el problema de encima rápidamente. Cuando les vuelves a preguntar, justo en ese instante, se lo están pensando de nuevo. Y la cosa se vuelve eterna. Ya estamos en la puerta de mi abuelina. ¡Ja! Ya se me está pegando el acentín y no he salido del coche. Antes de que mi padre parara, yo ya me estaba bajando y casi sale volando el maldito neceser de las narices. Tampoco hubiera llorado mucho por él, la verdad. Corrí a la puerta y giré el enorme picaporte de hierro negro. No me lo podía creer, la puerta estaba cerrada. Me volví a subir en el coche y fuimos hacia la fragua. Y allí estaba sentada en el banco con todas las vecinas. No os imagináis la que me espera. En cuanto ponga los pies en el suelo me van a empezar a besuquear. Y ahí están, en la línea de salida dispuestas a oír el disparo. ¡Que sea lo que Dios quiera!. Bajé y lo primero que hice fue ir hacia mi abuela y abrazarla. Miré de reojo y allí nadie se inmutaba. Comencé con la primera de la fila y una por una fui saludándolas. No me malinterpretéis, en el fondo las quiero mucho. Me he criado correteando por sus casas y he engordado con sus pastas, pero hay ciertas cosas que odio. Yo sólo quería ver a mis amigos. Un año entero carteándonos no es lo mismo que hablar cara a cara. Y quería ver si habían cambiado mucho, si había algún cotilleo o si alguien nuevo había llegado a la pandilla. En ese momento mi abuela me guiñó el ojo. Sacó su cartera negra del vestido y me la dio.

- Vete al comercio y compras una hogaza de las grandes que sino no hay para la cena. Y te espero aquí. Tus padres que se vayan a su casa a darle un repaso y a las nueve que vengan a cenar con nosotras.



      ¡Pero que lista es! Mi abuela es una de esas personas que te sorprende por lo avispada que es. Cuando menos te lo esperas salta con una ocurrencia de las suyas que te deja boquiabierto. Gracias a ella podría pasarme por La Plaza y seguro que me encontraba con todos. Más contenta que unas castañuelas empecé mi paseo, no sin dar un buen rodeo claro. De la fragua me dirigí a El Paseo. Es una zona llena de árboles entrelazados con farolas y bancos a los lados. Hay un pequeño parque y canastas. Al fondo está el río y a un lado la iglesia. Siempre he pensado que esto debería ser la plaza del pueblo pero no. Estaba lleno de niños correteando que se entremezclaban con la gente que salía de misa de siete. Giré a mi izquierda y subí por la calle Abajo. Suena raro ¿verdad? Pero así se llama. Es una de las más largas del pueblo y une las bodegas que están en el Barrio de Arriba con El Paseo que está en el Barrio de Abajo. Aquí todo está dividido en barrios, hasta las pandillas. ¡No osarás andar con los del Barrio de Arriba bajo pena de exilio de la pandilla!. Ya estoy llegando a La Plaza. Apoyados en la pared del ayuntamiento están todos mis amigos. Apreté el paso y en cuanto me vieron se levantaron para saludarme. El primer día es un poco raro. Es como si no nos conociéramos de nada y nos da mucha vergüenza vernos. Pero el hielo se rompe rápidamente. Todo el mundo está muy cambiado y los chicos tienen una voz fuerte y horrible. ¿Dónde están sus voces de pito? ¡Jo, nos estábamos haciendo mayores! Nos sentamos como de costumbre a comer pipas y a reírnos horas y horas sin importarnos nada más que pasárnoslo bien. ¿Acaso conocéis algo mejor que esto? Si sabéis de algo decídmelo. No faltaba nuestro amigo de ochenta años que verano tras verano baja con la guadaña del Barrio de Arriba hacia las tierras y nos dice la frasecita de `vaya cuadrilla de segadores´. Tampoco faltaba el melonero con su camioneta de veinte años con el portón trasero abierto que iba voceando por las calles que vendía melones de Villaconejos a raja y a cata. Simplemente me encantaba. Y así se nos pasan las tardes. Unos días aquí sentados, otros días yendo con la bici al río, otros en la bodega o de excursión por la montaña o simplemente contando historias de miedo en la chopera. ¡Como para no odiar Madrid! Y allí no lo entienden. Digamos que soy la pueblerina. Algún día me envidiarán. Envidiarán vivir tranquilamente, envidiarán tener amigos de los de toda la vida, envidiarán comer lo que tu mismo plantas, envidiarán las verbenas al atardecer, envidiarán tantas y tantas cosas… En medio de mi devenir de ideas todos se levantan de la acera. Cuando miro el comercio tenía las rejas cerradas. Puede ser que por la noche no salga al fresco. A Iván se le ocurrió algo. Fuimos a casa de su abuela y le birlamos una de las dos hogazas que tenía en la panera. Diría que sólo quedaba una en la tienda. Así es que problema resuelto. Como María y él no cenaban hasta más tarde me acompañaron a casa. Cogimos un atajo porque ya empezaba a hacer frío. Es lo malo que tenemos, que aunque sea verano no puedes estar por la noche en manga corta porque, como dicen los abuelos, anda cisca. Bordeamos El Paseo y fuimos hacia la calle de las escuelas viejas. Ahora dos las usan de bares, una de aula arqueológica y otras dos de casas de protección. La casa de mi abuela queda justo al volver la calle. Y rápidamente estamos en la puerta. Iván y María entraron a saludarla. Estaba sentada en el escaño del colgadizo. Se levantó a darles un beso y entramos en la cocina. Sobre la camilla reposaba una tortilla de patata enorme de las que a mí me gustan, de esas que tienen cebolla, pimientos y chorizo, y todo en cantidades industriales. Les ofreció a mis amigos pero dijeron que no mientras se les caía la baba. Dijeron que se tenían que ir y les acompañé a la puerta. Ya veis que en Morales el mayor deporte es ir todos juntos a todos los lados. ¿Tienes que ir al bar? Voy contigo ¿Vas a la era? Voy contigo ¿Vas a misa? Pues también voy contigo. ¡Qué le vamos a hacer, no nos gusta estar solos! Nos despedimos hasta dentro de una hora. Y es que la vida en verano se hace en la calle. También es cierto que durante el invierno aquí se congela todo. Pueden estar días y días con temperaturas bajo cero. Se congela hasta la ropa tendida. Por eso es lógico que en cuanto llega el buen tiempo se echen todos a las calles que ya pasan bastantes meses hibernando. ¡Así que hay que darse prisa! Como mis padres no han venido, entro en la habitación para cambiarme. Abro la maleta y cojo unos vaqueros y una sudadera gorda. Cuqui empieza a ladrar en el corral. Eso quiere decir que alguien está a punto de entrar. Y efectivamente son mis padres. Salgo corriendo hacia la cocina y damos buena cuenta de la súper tortilla. Me levanté rápidamente, me lavé los dientes y volví para despedirme. Mi abuela ya estaba lista. Tenía el taburete en una mano y la chaqueta en otra. No vayáis a pensar que sólo iba a salir yo. Los abuelos salen por la noche a la fragua a charlar y a reírse un rato. Y mientras, nosotros jugamos al escondite no muy lejos de ellos. Mis padres optaron por tomar un café en el bar de La Plaza. ¡Todos teníamos nuestros propios planes! En la Calle Nueva nos separamos. ¡Ya estaban todos sentados en corro en el suelo! ¡Estaban hasta las vecinas sentadas en su banco! ¿Cenarán en la calle? ¿Y si no se habían movido de allí desde esta tarde?. Me senté con todos. Quería saber lo que estaban tramando. Hablaban de hacer una caseta en un árbol que estaba en el río. Pero no en la orilla, no, dentro del agua. Era una idea descabellada. Pensaban hacerla antes del mes de agosto. Están construyendo las acequias de las tierras y han cerrado las compuertas en los pueblos de León secándolo por completo. Teníamos que aprovechar estos días. En cuanto volviera el agua sería imposible. Luego iríamos nadando o en las ruedas de los tractores. ¡El llegar no era ningún problema! Y así pasamos horas y horas elucubrando y soñando con nuestra caseta en el árbol hasta que las abuelas se levantaron. Era la hora de ir a la cama y de descansar para vivir nuevas aventuras.

      Y este ha sido mi primer día de verano. Emocionante como siempre y otro más para el recuerdo. Sé que cuando crezcamos añoraremos estos pequeños momentos, pero mientras tanto los aprovecharemos al máximo. ¡Ah! Y si queréis vivir un verano azul acordaros de nosotros.  

martes, 21 de febrero de 2012

Capítulo 1 - ¿Alguien insignificante?

  
ATERRIZANDO

 
  
     Me quedé unos instantes observando como desaparecía el taxi entre las callejuelas. Mi cuerpo permanecía inmóvil mientras mi cabeza no podía parar de pensar. Estaba en medio de un nuevo mundo, de una nueva vida. No tenía absolutamente nada. Era como un recién nacido que necesita que alguien le de una palmadita para que comience a llorar. De pronto, un fuerte estruendo me estremeció. Giré rápidamente la cabeza y lo único que conseguí fue caerme entre todas mis maletas. Era humillante. Siempre he pensado que no es bueno huir de las cosas, que la vida te lo recuerda constantemente poniéndote trampas. Estaba sola, tan sola que ni siquiera tenía a nadie que me ayudase a levantarme. Aparté con rabia las maletas y agarrándome a una farola conseguí ponerme en pie. Me volví para recoger todos mis trastos y el tacón se me enganchó en la  alcantarilla. Sentí como el suelo se acercaba a mi cara. Todo se detuvo. Súbitamente sentí unos brazos que me sujetaban fuertemente. Di un grito de pánico y busqué su cara. Era un chico moreno, con unos penetrantes ojos negros y unos carnosos labios. Le di un empujón para apartarlo de mi lado. Me sentí avergonzada cuando me di cuenta que llevaba la camisa del bar que tenía delante de mi.


- Perdone por haberla asustado. A estas horas no es conveniente andar sola en medio de una
ciudad como ésta. Será mejor que pase al bar mientras la recoge un taxi. Estaba a punto de
cerrar pero no me importa esperar unos minutos.


     Cogió mis maletas y entramos al bar. Era una cafetería pequeñita y muy acogedora. Tenía un estilo nostálgico. Era un lugar de esos que te transportan a 1920. Me senté en una silla de madera tallada junto a la barra. La luz era verdosa lo que incrementaba la magia del ambiente. Fijé mis ojos en el camarero. Me gustaba la destreza con la que preparaba el café. Sus movimientos eran suaves y acompasados. El sonido del vapor era embaucador. Se giró y colocó mi café sobre la barra de cristal. Me concentré en esos profundos ojos. Me aportaban seguridad y calidez. Ciertamente era la primera persona que me ofrecía ayuda desde hacía muchos años. Se sentó frente a mí y apoyó su cara en su mano derecha. Se limitó a observarme sin decir ni una sola palabra. Era de esas personas a las que te resulta imposible decir que aparten su mirada. Es más, me gustaba. Y, sin darme cuenta, yo estaba haciendo lo mismo. Noté como una leve sonrisa se dibujó en sus labios. Ese gesto me hizo reaccionar. Cogí la taza y bebí suavemente. Estaba abrasando pero no iba a perder la compostura. Ahora no. No sería lo más correcto soltar un ¡mierda! o algo peor. Le miré rápidamente. Estaba intentando contener una carcajada. No pude por menos y rompí a reír. A la risa descontrolada le siguieron las lágrimas.


- ¡Ey! ¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras bien? – Debe pensar que soy idiota. Está llorando a
moco tendido y le pregunto si está bien. ¡Venga hombre! Tienes frente a ti a una mujer preciosa en un bar donde sólo entran jubilados a jugar la partida, y tan sólo te limitas a mirarla con cara de estúpido. ¿Debería abrazarla? Será mejor que no. Da la sensación de haberlo pasado realmente mal y tal vez no quiera que ningún extraño la toque. Pero está sola y por la cantidad de maletas que tiene está empezando una nueva vida. ¿Qué debo hacer? Tal vez le debería hacer caso a mi hermana. Ella siempre dice que a las mujeres les encantan las películas románticas donde un hombre desconocido aparece como por arte de magia salvándolas detodos los peligros. ¿Pero a dónde voy yo? ¡Si soy un simple camarero!... ¡Qué narices!


     De pronto lo tenía junto a mí. No sabía porqué, pero sólo deseaba que me abrazase. No lo
conocía de nada. Sólo habíamos cruzado unas cuantas palabras y, sin embargo, quería estar
entre sus brazos. Me estaba volviendo completamente loca. Siempre he creído que veo
demasiadas películas. El hombre al rescate no existe. Busqué en mi bolso un pañuelo pero no
aparecía y las lágrimas no paraban de salir, y salir… ¿Qué le pasa? Estaba petrificado. ¿Y si él también desea abrazarme? ¿Por qué no puede ser? Me levanté de la silla y me puse a su lado. Al lado de la única persona que me había tendido la mano. Mis ojos se abrieron de par en par. Caí en la cuenta de lo primero que pensé cuando bajé del taxi. Que era una recién nacida en un mundo nuevo. Y él me había dado la palmadita que me había hecho respirar. No esperé más. Si quiero empezar de nuevo tengo que comportarme como una mujer nueva. Lo miré a los ojos y lo abracé con todas mis fuerzas. ¿Será ésto lo que algunos llaman felicidad?

lunes, 20 de febrero de 2012

DOCTOR POLÍTICA


     Los rayos del sol se cuelan entre los amplios ventanales de mi dormitorio. Por la calle se oyen las herraduras de los caballos golpeando fuertemente los adoquines. Las vecinas se dan los buenos días a gritos como si se encontraran a miles de kilómetros las unas de las otras. El frutero vocifera los productos del día. Podemos decir oficialmente que la ciudad ha despertado de su letargo. Así no hay forma de volver a conciliar el sueño. De todos modos es un gran día para mí y me conviene comenzar a prepararme. El año pasado acabé mis estudios de medicina y a día de hoy no he encontrado ningún lugar donde ejercer. Bueno, no me puedo olvidar de los servicios que les hago a mis vecinos de forma altruista; que si la gripe del Señor Luciano, que si vete a casa de la Señora María a verle el pie, que si el tío Modesto tiene no se qué en el ojo… A cambio llego a casa con una gallina, o con una cesta llena de huevos, o con un jugoso caldo… ¡Y en mi casa tan felices! Pero, entendedme, uno busca algo más allá. La cosa no anda muy bien por aquí y cuesta mucho sacar algún oficio. Está el gallinero muy revuelto. No sé, pero me da en la nariz que mi amiga Isabel no dura mucho sentada en su trono y conviene alejarse cuanto antes de Madrid. Así es que tengo una cita con uno de mis antiguos profesores que tiene no sé que para mí. En mi vida me ha interesado la política y prefiero un pueblo tranquilo dónde sólo se oigan los pájaros. Soy un hombre de su tiempo, cabal cuando es necesario y alocado cuando es menester. Pero últimamente me está picando la curiosidad. Están pasando cosas que sacarían de quicio a cualquiera. La semana pasada vino a verme mi buen amigo Martín. Nos conocimos en la Universidad Central hace ya algunos años. Él estudiaba Historia. Es un entusiasta de todo lo que pasó, pasa y pasará. Y este es el motivo por el que siempre anda metido en problemas. Aún recuerdo cuando me regaló un librillo krausista que casi me cuesta mi permanencia en la Universidad. A lo que iba, me contó que se estaba cociendo algo entre los profesores y los alumnos, que ya venía de largo, que si todo surgió con una publicación de uno de sus profesores, un tal Castelar, que si se metía con la reina Isabel….El caso es que venía a pedirme mi apoyo, ¡como si yo pudiera hacer algo! Acababan de destituir a Castelar y estaban preparando una serenata como protesta. Y eso no era lo malo, lo malo viene ahora. Ya se habían reunido días atrás así es que el gobierno andaba con la mosca detrás de la oreja. Yo, con buenas palabras, le dije a Martín que me lo tenía que pensar detenidamente. Él cogió su cartera visiblemente molesto y se fue. Me quedé mirando cómo se alejaba su figura entre los carruajes. Era el típico hombre apuesto, con su pelo ondulado peinado hacia atrás, su tez morena, una bufanda blanca rodeando su cuello, un largo abrigo negro que le daba un porte aún más elegante, los pantalones con su raya perfecta y esos zapatos de charol siempre tan brillantes. Un auténtico galán de su tiempo. En el fondo, siempre le he envidiado. Volviendo al presente, es hora de acicalarse y partir hacia mi cita.



      Ya son las doce de la mañana y me encuentro sentado en una enorme sala de la Universidad. Es muy extraño, todo está muy vacío. Me levanté y me dirigí a un tablón de anuncios cercano. En él había un calendario y miré el día de hoy por si era alguna festividad importante para el centro. Pero no. El 10 de abril de 1865 aparece como un día cualquiera de un año cualquiera.

- ¡Señor Amancio Gandarillas!

     Ese soy yo. Me dí la vuelta y ahí estaba el profesor Gaztandegui. Tan larguirucho y esquelético como lo recordaba. Con esas pequeñas gafas redondas encajadas en su enorme nariz roja, su pajarita de cuadraditos escoceses y esa peculiar pipa que creo ya es una extensión de su boca.

- Estoy aquí profesor – contesté titubeante como si aún fuese uno de sus alumnos. Creo que todavía hoy me sigue infundiendo respeto.

- ¿Que tal se encuentra usted querido Amancio?

- Pues no puedo quejarme en demasía pero se agradecería estar un poco mejor – siempre es conveniente no llorar demasiado pero a su vez parecer abierto a todo lo que te puedan ofrecer.

- Ya ve usted que no hemos elegido el mejor día para nuestro encuentro.

- Sí, me he dado cuenta de que apenas hay gente en los pasillos y que las aulas están vacías.

- ¡Es uno de los pocos que no se ha enterado de nada! ¡Me sorprende usted!

- Profesor, hace tiempo que estoy bastante apartado de la vida política y sabe que nunca fui muy afín a los coloquios ni a las reuniones clandestinas. Mis objetivos han sido otros.

- Le entiendo muchacho, pero hay ocasiones en las que una persona responsable no puede permitir según que cosas. Pero pase, no está bien que toquemos estos temas en el pasillo. ¡Ya sabe que las paredes oyen!



Entramos en su pequeño y lúgubre despacho. Siempre lo había visto como una pequeña guarida donde refugiarse y poder pensar libremente. Y realmente es lo que estábamos a punto de hacer.

- Pues sí, pues sí, Amancio – jamás me había tuteado, eso era una señal de que lo que me iba a decir era de sumo interés – le contaré todo cuanto está aconteciendo. Ya sabe que la Universidad Central no es muy grande y que aquí todos nos conocemos. Todos sabemos del color del que es cada uno y esto puede ser muy negativo en algunas circunstancias. ¿Te suena el artículo que escribió el catedrático Castelar?

- Sí, en su día tuve la ocasión de leerlo.

- Pues le está acarreando serias consecuencias. Está claro que en este país no es tiempo de críticas monárquicas. El pasado 7 de abril le arrebataron su cátedra y no contentos con esto, han destituido al rector por no dar su apoyo a la causa. Las personas que apoyamos la libertad académica no lo podemos permitir. Hemos preparado una nueva serenata esta noche en la Puerta del Sol como protesta al nombramiento de un nuevo rector. También tenemos el apoyo de los obreros, los Demócratas y los Progresistas. ¿Qué opinas al respecto?

- Pues mire, sin ánimo de ofender, necesito mi tiempo para recapacitar. No puedo decir en caliente algo de lo que me pueda arrepentir. No soy partidario de las injusticias, pero también reconozco que cada uno debe ser consecuente con lo que dice o hace y más en el momento que vivimos. A mí, para serle sincero, lo que más me interesa es continuar con mi vida y con lo que más me gusta, la medicina.

- Sí claro, como no…le digo pues el motivo de esta reunión – Sé que esa salida de tono no fue de lo más correcta y el profesor me lo hizo saber en el mismo momento en el que dejó de tutearme - Tengo un buen amigo que ejerce en un pequeño pueblo de la montaña de León. El pobre es ya muy mayor para recorrer las pequeñas aldeas nevadas en su caballo a temperaturas gélidas. Me mandó una carta para que le recomendara a algún conocido. Y me he acordado de usted. Quiero que sepa que es un trabajo muy duro pero también muy gratificante. Aprenderá cosas que ni ha soñado pero estará muy lejos de su familia y del mundo tal y como usted lo conoce. Tiene unos días para decidirse. No se precipite y medite su respuesta.

- ¡No se hace una idea de lo feliz que soy en este momento! No quiero pensarme nada, no, porque no lo necesito. Mi respuesta es sí. Un sí rotundo. ¿Cuándo puedo viajar?

- Me sorprende usted. Nunca le creí tan decidido y arrestado. Tenga esta carta con mis recomendaciones y las señas de mi buen amigo. Me gustaría que de vez en cuando me escriba contándome sus peripecias y vicisitudes. Me alegrará mucho tener noticias suyas.



      Me levanté del sillón y le estreché la mano al profesor Gaztandegui agradeciéndole sinceramente su ayuda. Cogí mi abrigo y mi sombrero y me dirigí a la calle. De pronto un chico me dio una octavilla. La leí rápidamente y con la misma velocidad la dejé caer al suelo. Era una convocatoria para la serenata de la noche. Sinceramente no me interesaba en absoluto. Puedo parecer egoísta pero tengo que despedirme de mi familia, hacer la maleta, ordenar mis papeles y dejar todo listo para abandonar Madrid. Se me ocurre dar un paseo por el centro a modo de adiós. Lo primero que voy a hacer es comprar un macuto de cuero para meter todas mis cosas. La maleta acartonada que hemos heredado de mi abuelo es de todo menos cómoda para un viaje de tantas horas. Después de un largo recorrido llego a las inmediaciones de Sol. Justo en frente tengo la tienda que buscaba. En cinco minutos salgo de ella con mi nuevo bolso de viaje. No ha sido una ganga, pero a cambio espero que me dure muchos años. Al fondo veo a unos cuantos Guardias Civiles dispersos entre la multitud. Esos malditos tricornios son inconfundibles. Espero que los cabos que estoy atando en mi cabeza no se cumplan tal y como sospecho. No es muy aconsejable hacer proclamas liberales en el mismo lugar por donde ellos se van paseando. Y entre mis elucubraciones me di de bruces con Martín.

- Pero Amancio ¿Qué haces por aquí?

- Pues mira abandono Madrid. Viajo a un pueblecito de León mañana mismo y quería dar un último paseíto.

- ¡Pero tan pronto y así tan de repente! ¡Estás loco dejar ahora Madrid tal y como está todo! ¡Esta noche es un momento histórico!

- Para mí también es un momento histórico. Mi vida va a cambiar por completo.

- ¿Vendrás esta noche no?

- Lo siento Martín, pero tengo mucho que preparar todavía. Aún tengo que hacer algunas visitas y algunas compras más. Pero podemos comer juntos si te apetece. Voy a ir a la pensión de mi tía Virtudes y ya sabes lo bien que se come por allí. Si quieres acompañarme estás invitado.

- Pues sí, así repondré fuerzas para la serenata.

- ¡Siempre he pensado que estabas un poco loco y ahora tengo la certeza!

- ¡Nos tenemos que apoyar unos a otros Señorito Gandarillas! – Y echó una enorme carcajada que recorrió toda la calle. Siempre le ha gustado llamar la atención y hacerse notar.



      Pronto estábamos en la Calle Luna, en la pensión de mi tía. Cuando nos vio empezó a gritar como una loca y a besuquearme mientras me asfixiaba con sus enormes brazos. Siempre me babeaba las mejillas de una forma asquerosa. Saqué mi pañuelo del bolsillo y me limpié sin ningún tipo de disimulo.

- Tía hemos venido a probar uno de tus exquisitos cocidos.

- Pues claro que sí. Dejad en el escaño el gabán. Os voy a dar a tu nichi y a ti un cocidito que os vais a chupar los dedos no, las palas – Martín me miraba asombrado. No se había enterado de nada. Su familia y él vinieron a Madrid hace algunos años y no entiende ninguna de nuestras palabras.
- ¡Amigo mío, ésto no es un adiós! ¡Quiero verte pronto por estas tierras! ¡Sé que la vida te sonreirá y que allá donde vayas todo el que te conozca te querrá!



      No pude articular palabra. Las lágrimas me impedían hablar. Una enorme tristeza estremeció mi cuerpo. Tenía la extraña certeza de que ese abrazo no se volvería a repetir. Quizá mi destino sea no regresar a Madrid. Tal y como había hecho en mi casa me quedé observando como Martín caminaba con su porte elegante hacia Sol. Bien pensado no me apetecía nada irme a casa y enfrentarme a mi baúl lleno de ropa y de trastos. Decidí pasear hasta el Palacio Real y perderme en mis pensamientos. Tuve suerte y encontré un saliente en una fachada donde poder sentarme. Apreté bien mi abrigo contra el pecho y apoyé mi cabeza en la pared de adobe. Sin darme cuenta caí en un largo letargo. Viajando entre el sueño y la realidad la noche se me echó encima. Un sobresaltó me levantó rápidamente. No sabía si lo que oía era real. Parecía como si decenas de personas corriesen despavoridas hacia mí. Me agaché ágilmente y me asomé por la esquina para ver que ocurría y, de pronto, una muchedumbre se abalanzó sobre mí pisoteándome por todo mi cuerpo. Sentí como una mano me tiraba del abrigo levantándome ágilmente. Me giré y ahí estaba Martín. Su cara estaba desencajada, casi irreconocible.

- ¡Martín….pero…qué….! ¿qué pasa?

- ¿Qué haces aquí? – Me gritaba mientras me empujaba para que corriera más rápido.

     No hizo falta contestar. Volví mi cabeza y allí estaban esos malditos tricornios, los mismos que horas antes había visto paseando por Sol. Disparaban al aire y blandían sus bayonetas sin dejar de correr. Cuando me giré mi amigo ya no estaba. Lo busqué agobiado entre la multitud. Empujé a todo el que venía hacia mí. Grité desesperadamente su nombre y entre tanta algarabía reconocí su voz rasgada. Yacía en el barro de la sangrienta calle. Un ruidoso silencio se apoderó de mí. No podía moverme. No sabía que hacer. Corrí hacia él. Me arrodillé mientras mis lágrimas caían en su cuerpo. Bajo su elegante abrigo de Señorito Madrileño brotaba la sangre a raudales. Cogí su bufanda y apreté con fuerza su pechó. Su cara estaba lívida y sus ojos me miraban fijamente. Sus labios intentaban pronunciar algo, pero no era capaz. Pegué mi cara a la suya intentando oír sus débiles palabras.

- ¡Vete amigo! – Fue lo último que dijo mi querido Martín

     Dejé caer impotente mi cuerpo sobre el suyo. No era capaz de dejarlo allí tirado como un perro. Un escalofrío recorrió mi espalda. No podía respirar. Algo me ahogaba en la garganta. Tosí en mi mano y ésta se tornó roja. No entendía nada. Me toqué la espalda y me mareé del intenso dolor. Hice ademán de ponerme en pie pero me faltaban las fuerzas y caí desplomado sobre el cuerpo de mi compañero. Agarré su mano con fuerza mientras mi cuerpo convulsionaba. De pronto, una extraña tranquilidad rodeó todo. Cerré los ojos y me imaginé por última vez paseando por mi amada Madrid.





EPÍLOGO



Este relato está ambientado en el Madrid de mediados del sigo XIX, concretamente en la Noche de San Daniel del 10 de abril de 1865 cuando la Guardia Civil y unidades de Infantería y Caballería del Ejército arremetieron contra los estudiantes de la Universidad Central de Madrid. Según fuentes oficiales murieron catorce manifestantes y ciento noventa y tres fueron heridos. Otras incrementan los muertos a noventa y tres.

Estos movimientos hacían presagiar el final del reinado de Isabel II, hecho que ocurriría poco después. La Revolución de mil ochocientos sesenta y ocho, más conocida como La Gloriosa, sentó en el trono a Amadeo de Saboya.