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| El Puente Grande, Morales de Rey 1.995 |
Olisqueo incesantemente el aroma del tomillo entremezclado con el de la jara. Me relaja pensar que por mucho que cambie el mundo esta sensación la tendré siempre junto a mí. Cierro los ojos y recuerdo momentos de mi niñez correteando con mis amigos por los peñascos del Teso. Ahora todo reposa en el más absoluto de los silencios. Los chavales estarán en sus casas con el dichoso ordenador o jugando en el bar a las máquinas. ¿Es posible que en sólo diez años todo cambie tanto?
Abro los ojos y una amalgama de colores palpitantes se agolpan en mi retina. Es complicado prestar atención a una única cosa. En el horizonte, entre los pinos y las encinas está la Sierra de Carpurias. Serena y majestuosa se enorgullece de los tesoros que alberga. El Castro Romano es uno de los más visitados de toda la comarca. Justo al otro lado se ve una chopera enorme y junto a ella el río Eria corre incesante bordeando Santa María hasta encontrarse con mi pueblo, Morales. A mis pies se extienden todas sus casitas y huertas. Las personas parecen hormiguitas caminando de un lado a otro. En la plaza distingo pequeños corrillos que, aunque desde aquí no puedo ver ni sus caras, sé de buena tinta que le estarán haciendo un traje a medida a más de uno. Hoy es domingo, y eso se nota en las calles. La misa ha terminado hará una hora y las calles respiran alegría y bullicio. Normalmente ahora en el verano nos reencontramos todos los “forasteros” con los que viven aquí todo el año. Es un momento que espero durante muchos meses. Pero mi abuela ha ido a la Iglesia y a mí no me hacía mucha ilusión que digamos. Así es que me he puesto mi chándal y mis zapatillas y he subido a la montaña para hacer ganas de comer. Es un paseo interesante. No sólo por los mosquitos que te comen viva o por los espinos que te taladran la piel, sino por las bodegas excavadas en las paredes de roca. Son dignas de ver. Pero como pasa con todas las cosas cuando te acostumbras a ver una rareza te acaba pareciendo insignificante. Por eso aprovecho los primeros días para dar una vuelta por todos los recovecos. Pero con calma, que después de estar un año entero entre atascos, polución, marabuntas de gente atropellándote sin piedad, las largas esperas en las paradas del metro…. una necesita un período de adaptación para enfrentarse al paraíso. Creo que un adicto a la ciudad jamás sería capaz de apreciar ésto. Es triste pero a veces pienso que es nuestro mejor antídoto para no ser invadidos y destruidos. Y, a lo tonto, ya son las dos. Es la hora oficial de la comida en casa de la Señora Amancia. Vamos, que voy a llegar tarde. Ponle veinte minutos de bajada rápida y ya tenemos la primera bronca de las vacaciones. Me ha cocinado pollo de corral y, según mi abuela, tiene que ser comido en su punto justo. Vamos, ese punto que tiene justo a las catorce horas. A la par que me voy torciendo los tobillos con los malditos pedruscos me voy temiendo lo peor. Como si a un Real Decreto se debiera, aquí todo el mundo se va a casa a la misma hora. Me toparé con todos los vecinos que hace mucho que no me ven y se puede hacer eterno. Así que cuando entro en la primera calle cojo un atajo. Es una reguera que hay entre varias casas que une el Barrio de Arriba con el de Abajo para desaguar en los días de tormenta. Me cercioro de que no haya moros en la costa y me cuelo en la calleja, por llamarlo de alguna forma. Cuando era pequeña la recorría a diario con una pequeña jarra de cristal hasta la bodega para coger vino fresco para la comida. Ha cambiado mucho desde entonces, hay muchas piedras que dificultan el paso pero no me queda otra. Pronto estoy en el Barrio de Abajo. Corro hasta el molino y me meto entre las huertas y en un suspiro estoy en casita. Entro corriendo y allí está mi abuela sentada en el escaño del colgadizo. Tiene cara de pocos amigos. Sin decirme ni esta boca es mía se levanta y va a la cocina. Ya había puesto todo sobre la camilla. Y la verdad, es que el pollo ya no ahumaba. Bueno, en cualquier momento me caería una buena. Pero como ya me conozco todas las jugadas me adelanté.
- He estado en el Teso y pasé por la bodega nuestra y por el atajo del Barrio Arriba – Me sorprende que sólo llevo unas horas aquí y ya tengo el acento pegado ¡pero bien pegado!
- ¿Y el pollo tiene la culpa de que tu tuvieras ganas de pasear? Que esto no es Madrid. No hay atascos.- Vale, esa no la veía venir. Esta mujer no cambiará nunca.
La comida estaba buenísima. No me entraba nada más, ni siquiera podía beber agua. Me levanté y fui a la fregadera a lavarme las manos. Las tenía pegajosas, señal de buen pollo, o eso dicen. Me puse los guantes y ¡a recoger toca! Mi abuela se fue a dormir la siesta. Yo acabé con la cocina hasta que todo quedó lo suficientemente reluciente como para poder irme. Entré en mi habitación y me puse el bañador.
- ¿Piensas ir andando al río? – Al oír eso me dejé caer sobre la cama.
Salí al corral y subí las empinadas escaleras de madera hasta la panera. Entré, pero todo estaba tan oscuro que no veía ni por dónde andaba. Encendí la luz y ahí estaban todos los trastos de una vida entera. Y, entre ellos, mi bicicleta. Estaba llena de porquería. La bajé como puede y la llevé cerca de la pila para darle un repaso. Le hinché las ruedas y le engrasé la cadena. ¡Ya estaba lista! Abrí el portón y salí con mi mochila al hombro hacia La Plaza. Allí estaban todos esperándome con caras de pocos amigos.
- ¡Chicos no me di cuenta que tenía la bici en la panera!
Como si no hubieran oído nada comenzaron a dar pedal. El sol pegaba con todas sus fuerzas en nuestra cabeza así que el paseo se convirtió en un castigo. Después de tres largos kilómetros llegamos al río de Vecilla. Estaba lleno de gente y casi no teníamos sitio ni para dejar las bicis. Nos hicimos un hueco como pudimos e instalamos el campamento base. Extendimos las toallas y sacamos las cartas para echar unas partidillas. Hace años hubiéramos dejado todo tirado en el suelo y hubiéramos corrido hacia el agua, pero la edad lo cambia todo. Tras perder unas diez veces seguidas me tumbé observando cómo jugueteaba el viento con las hojas de los chopos. Siempre me ha encantado ese sonido. Es muy relajante. Por un momento me dio la sensación de no tener a nadie a mí alrededor. Hasta que alguien escurrió su pelo sobre mi cuerpo y me hizo volver a la realidad. Creo que me meteré en el río. Lo mejor es hacerlo muy rápido para no notar el frío. El agua está corriendo todo el año y jamás se calienta. Y, prueba de ello, son mis dientes castañeando. Nadé un rato y salí a secarme. Después de unas largas charlas y de horas cotilleando, el sol se empezó a ocultar tras las montañas. La suave brisa veraniega se convirtió en un vientecillo del norte bastante frío. Recogimos las toallas, las chancletas, las cartas, los balones… y nos subimos a las bicis ¡Me encantaba el camino de vuelta! La puesta de sol tras Carpurias es preciosa. A lo lejos, se puede ver como nuestro pueblo se va quedando lentamente en penumbra. Las golondrinas empiezan a sobrevolar nuestras cabezas y los grillos acompañan nuestra conversación. Al fondo ya vemos el cartel de nuestro pueblo, Morales del Rey. Tenemos que cenar rápidamente y cambiarnos porque por la noche hay verbena. Son las fiestas de San Pelayo, el patrón de nuestro pueblo. Y es que aquí no hay tiempo para el despiste. Constantemente tienes que estar lista para lo que venga. ¿Conocéis unas vacaciones mejores que las nuestras?

Tienes toda la razón!! No hay mejores vacaciones que la pasadas en Morales cuando eramos adolescentes...
ResponderEliminarFirmaria ahora mismo por volver a aquella epoca...
Es duro cuando te das cuenta de que todo aquello pasó y que nada volverá a ser igual... Pero la vida sigue y ahora les toca a otros disfrutar de esa manera...
Me ha encantado el relato!!
Venderíamos nuestro alma al diablo por volver a vivir aquellos años ;) Me da la sensación que a los que les toca disfrutarlo han crecido demasiado rápido y han pasado de puntillas por esa época...
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